Cuentos Literarios A R

• “Una colección de cuentos con realismo mágico, poesía y conciencia”

Por: Arthur Rojas

La Tercera Tertulia del Mirador
Cuando la Música se Encontró con la Eternidad
El Mirador había sido testigo de encuentros extraordinarios, pero ninguno como el que se gestaba esa tarde dorada. Una música de fondo ligera y agradable flotaba en el ambiente, casi como un sueño, mientras algunas mentes tarareaban distraídamente y otros ojos permanecían abiertos, observando con curiosidad a quienes llegaban.
Sentados en círculo, como en las mejores tertulias de la historia, se encontraban cinco mentes visionarias que habían desafiado las fronteras de la imaginación: Julio Verne, con su mirada siempre puesta en horizontes imposibles; Orson Welles, el maestro de la narrativa que confundió realidad y ficción; Carl Sagan, el poeta del cosmos; Mary Shelley, la creadora de monstruos eternos; y Percy Bysshe Shelley, el revolucionario del romanticismo.
“¡Qué fascinante reunión!” exclamó Verne, contemplando a sus compañeros. “Todas las rotaciones que ha dado el planeta para construir lo que la ciencia ficción había predicho.”
Carl Sagan sonrió con esa sabiduría serena que lo caracterizaba: “Es increíble, Jules. La ficción fue el laboratorio de ideas. Tu intuición sobre la velocidad de escape y la física básica en ‘De la Tierra a la Luna’ era extraordinariamente precisa.”
Mary Shelley añadió pensativa: “Yo solo quería explorar qué pasaría si pudiéramos crear vida artificialmente… ahora veo que mi ‘monstruo’ se ha convertido en debates sobre clonación, inteligencia artificial, ingeniería genética…”
Percy reflexionó: “La imaginación es el telescopio del alma. Lo que vemos en nuestros sueños, el tiempo lo materializa.”
Orson Welles, reclinado en su silla con esa teatralidad natural, concluyó: “Y yo demostré que las historias pueden ser tan poderosas que la gente las confunde con la realidad. Ahora vivimos en un mundo donde la línea entre ficción y realidad es cada vez más difusa.”
La Llegada de los Visionarios Modernos
Como si el universo hubiera orquestado el encuentro, tres figuras emergieron de las sombras del Mirador. En la barra, Steve Jobs esperaba pacientemente, con su característica camiseta negra, sorbiendo una bebida mientras aguardaba.
Steve Wozniak entró ajustándose sus gafas, con esa sonrisa tímida pero brillante: “¡Steve! Perdón por el retraso, estaba revisando unos circuitos…” Se detuvo al ver la escena surrealista de los escritores del siglo XIX.
“Woz, tienes que ver esto,” dijo Jobs levantándose. “Nuestros amigos del pasado están a punto de descubrir lo que construimos.”
Wayne Ronald, el tercer fundador de Apple, entró con paso vacilante: “Steve, Woz… no estoy seguro de que debería estar aquí… vender mi participación por 800 dólares sigue siendo mi gran ‘what if’…”
Percy Shelley lo miró con comprensión: “Ah, querido, todos cargamos con nuestros fantasmas del ‘qué hubiera pasado si…’. Las decisiones que no tomamos a veces nos definen tanto como las que sí tomamos.”
Jobs se acercó al grupo de escritores y, con esa intensidad que lo caracterizaba, les extendió un pequeño rectángulo luminoso: “Permítanme mostrarles algo.”
Percy tomó el iPhone como si fuera la antorcha de Prometeo: “¡Dios mío! ¡Es como tener toda la biblioteca de Alejandría, un teatro, una imprenta y un telégrafo concentrados en este pequeño cristal!”
Mary Shelley observó fascinada: “¡Percy, te das cuenta? ¡Es como si cada persona llevara consigo su propio Frankenstein digital! Una criatura que piensa, recuerda, conecta con otras mentes…”
Verne interrumpió emocionado: “¡Pero imaginen las aventuras que se pueden planear con eso! ¡Mapas de todo el mundo, comunicación instantánea!”
Sagan sonrió: “Es exactamente lo que soñé: democratizar el conocimiento. Cada persona con acceso al cosmos de información.”
La Sinfonía del Genio
La atmósfera del Mirador cambió súbitamente cuando tres figuras más hicieron su entrada. Por su peinado y vestimenta muy particular, era imposible no reconocer a Wolfgang Amadeus Mozart, colgando su abrigo con elegancia. Detrás de él, muy cerca, Freddie Mercury entraba con esa presencia magnética inconfundible, y el afamado director Daniel Barenboim observaba la escena con la intensidad serena del maestro.
La música de fondo pareció transformarse, como si respondiera a la presencia de estos genios musicales.
Mozart se acercó al grupo con paso ligero, sus ojos chispeando: “¡Qué fascinante! ¿Acaso han logrado capturar la música en esos pequeños cristales luminosos?”
Freddie Mercury tomó el iPhone de las manos de Percy con naturalidad: “Darling, déjame mostrarte algo…” Deslizó su dedo y comenzó a sonar “Bohemian Rhapsody”. Su expresión cambió a una mezcla de asombro y melancolía.
Barenboim se acercó lentamente: “La tecnología ha democratizado la música, pero… ¿hemos perdido algo en el proceso?”
Mozart ríó con deleite: “¡Qué maravilloso! En mi época, mis sinfonías se escuchaban una vez y se desvanecían en el aire. ¡Ahora pueden vivir para siempre!”
Jobs se levantó con esa intensidad característica: “La música fue nuestra inspiración desde el principio. Queríamos que nuestros productos fueran como sinfonías perfectas.”
Freddie sonrió ampliamente: “Steve, darling, but we are the champions of different arenas, no?”
El Diálogo de los Inmortales
Percy Shelley exclamó: “¡La música es el lenguaje universal! Trasciende el tiempo, como nuestras palabras, como sus inventos…”
Verne añadió emocionado: “¡Imaginen! Música que viaja instantáneamente por todo el mundo, como mis personajes viajando por la Tierra en ochenta días.”
Pero Barenboim, tomando asiento, planteó la pregunta crucial: “Debo preguntarles algo importante: ¿la facilidad de acceso ha aumentado nuestra capacidad de sentir? ¿O hemos perdido la paciencia para la contemplación profunda?”
Mozart gesticuló animadamente: “¡Daniel tiene razón! En mi época, la gente esperaba meses para escuchar una sinfonía nueva. El hambre hacía que cada nota fuera sagrada.”
Orson Welles intervino desde su silla: “Es como mi transmisión de ‘La Guerra de los Mundos’. En 1938, la gente creía todo lo que escuchaba en la radio porque era especial, único. Ahora… hay tantas voces que tal vez ninguna se escucha realmente.”
Wayne Ronald habló tímidamente: “Tal vez por eso me retiré… presentí que íbamos demasiado rápido, que no teníamos tiempo de reflexionar sobre las consecuencias.”
Wozniak asintió pensativo: “Wayne, siempre fuiste el más sabio entre nosotros.”
La Sinfonía Cósmica
Freddie se sentó en el brazo de una silla, con ese carisma natural: “But listen, my friends… ¿no es hermoso que estemos aquí, todos juntos, trascendiendo tiempo y espacio? La música, la ciencia, la literatura, la tecnología… somos diferentes notas de la misma sinfonía cósmica.”
Carl Sagan sonrió: “Freddie tiene razón. Somos carbono estelar que ha desarrollado consciencia, arte, ciencia… Somos el universo contemplándose a sí mismo.”
Mary Shelley tomó la mano de Percy: “Y el amor… el amor es lo que conecta todas nuestras creaciones. Sin amor, la ciencia es fría, la música vacía, la literatura estéril.”
Mozart se acercó al piano del Mirador: “Permitidme entonces…” Sus dedos comenzaron a danzar sobre las teclas, improvisando una melodía que parecía conectar pasado, presente y futuro.
Jobs susurró: “Stay hungry, stay foolish…”
Barenboim cerró los ojos, dirigiendo invisible la música de Mozart: “La belleza… siempre la belleza trasciende el tiempo.”
Epílogo: El Momento Eterno
La música de Mozart llenó el Mirador mientras todos los presentes, desde diferentes épocas y disciplinas, se sumergieron en un momento de comunión perfecta. El iPhone de Percy reflejaba las luces del atardecer, los abrigos colgaban inmóviles en los percheros, y por un instante, el tiempo se detuvo.
En este Mirador imposible, donde el genio humano conversaba consigo mismo a través de los siglos, se cerraba un capítulo extraordinario. La música se desvanecía lentamente, pero las ideas, las conexiones, las revelaciones… esas permanecían flotando en el aire, esperando el próximo encuentro de mentes brillantes que se atrevieran a soñar más allá de su tiempo.
Porque en el Mirador, el tiempo es solo una ilusión, y las grandes mentes se reconocen entre sí, sin importar los siglos que las separen.


Fin de la Cuarta Tertulia

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