Por Arthur Rojas
Desperté en la habitación del hospital con la sensación de estar flotando entre dos mundos. El monitor marcaba un pulso que no reconocía como mío, un ritmo que parecía venir de otra vida. Mis brazos estaban flácidos sobre la sábana, mis piernas pesadas como si el tiempo se hubiera pegado a ellas. Recordé vagamente la sala de operaciones: luces blancas, voces profesionales, manos que se movían con precisión mecánica. En algún reflejo, la cámara había captado algo imposible: un vacío que se elevaba desde mi pecho, como si algo se hubiera desprendido de mí y hubiera partido hacia la nada. Los médicos hablaban de éxito, de cifras y válvulas reemplazadas, pero nadie mencionó lo que yo había sentido.
Los días siguientes fueron extraños y silenciosos. Mis amigos venían a visitarme, compañeros de trabajo me traían flores y regalos, pero las conversaciones parecían huecas, desplazadas, como si hablara con sombras que imitaban lo que antes entendía. Mi familia me rodeaba de cuidado, pero sus palabras se filtraban por mi mente sin calar. Yo atribuía todo a la cirugía, al cansancio, al desconcierto normal de la recuperación, y me resignaba a sentirme así.
Candy, mi esposa, era más directa. Una tarde, mientras me ayudaba a acomodarme en el sillón, me dijo con cierto reproche:
—No te siento agradecido con Dios por esto, Manes. Por todo lo que pasó, por seguir aquí…
Por primera vez, esa palabra resonó en mi cabeza. Dios. No lo había pensado jamás, y la idea me dejó desconcertado, como un eco que no sabía dónde ubicar. Respondí con evasivas, sonriendo por cortesía, pero algo había cambiado.
Pasaron casi dos meses de recuperación, días de andar por la casa con la sensación de estar viviendo un cuerpo que ya no me pertenecía del todo. La emoción era difusa, las palabras vacías, los gestos mecánicos. Candy no cesaba en sus insistencias, suaves pero constantes, hasta que finalmente accedí a acompañarla a una iglesia cercana. No iba por fe, ni por obligación, sino por ella.
Aquel domingo, al cruzar el umbral y sentir el aire cargado de música y cantos, algo dentro de mí se estremeció. Era como si un eco antiguo despertara, una vibración que no podía explicar y que palpitaba junto con mi corazón nuevo, prestado, insistente. No sé si fue milagro, sugestión o pura física: la energía, la vibración, la resonancia de algo que no alcanzamos a medir. Pero la sensación era concreta. Presencia. Latido. Una voz muda que parecía decirme que no estaba solo en mi propio cuerpo, que alguien más, alguien que yo aún no conocía, estaba allí.
Seis meses después, la vida había retomado su cauce con una facilidad que me sorprendía. Volví al trabajo, acompañé a mis hijos a sus partidos de fútbol, acepté invitaciones sociales. Todo transcurría con la naturalidad de lo aprendido de memoria, pero cada latido conservaba un pulso extraño, una vibración mínima que escapaba a cualquier medida. Era como si una pequeña corriente eléctrica, de origen desconocido, cruzara mi pecho sin avisar.
Un día llegó una invitación formal de la organización que mediaba entre hospitales y donantes. Se trataba de un homenaje, breve, casi silencioso, para quienes habían entregado sus órganos y permitido que otros continuaran viviendo. No esperaba emociones profundas, ni siquiera curiosidad. Todo me parecía un trámite más en la vida de la que ya participaba, aunque el pensamiento de los cuerpos que habían cedido fragmentos de sí mismos despertaba un estremecimiento contenido.
La ceremonia tuvo la solemnidad de lo íntimo. Rostros atentos, discursos medidos, flores que parecían flotar suspendidas en la luz del salón. Caminé entre ellos, consciente de que nadie sabía quién había donado qué ni quién había recibido qué. La confidencialidad era total, y esa invisibilidad aumentaba la extrañeza de mi propia presencia.
Y entonces la vi.
No sabía quién era, pero la tensión en mi pecho se volvió inequívoca. Mi corazón se aceleró, un golpe seco que me sacó de la compostura. La miré y ella me miró, y todo lo demás desapareció: el murmullo, las luces, los aplausos. Merci Carter. No lo supe de inmediato, solo percibí que había un hilo invisible entre nosotros, como si parte de su mundo latiera dentro del mío.
Su presencia tenía peso y dirección. Sin conocerme, su intuición recorrió mi pecho con una certeza que me puso en silencio. Sentí miedo y deseo a la vez, no de ella, sino de aquello que ella reconocía antes que yo. El corazón del donante, el que ahora ocupaba mi pecho, reaccionó sin aviso: una descarga de angustia, de memoria y de algo que no era mío. El aire entre nosotros se volvió denso, y no hubo palabras suficientes para nombrarlo.
Salimos del salón con el resto de los asistentes, y el aire fresco de la tarde nos envolvió. La mayoría caminaba hacia los autos, conversando con voces apagadas por la emoción del evento. Yo me quedé un paso atrás, observando, cuando de repente un auto retrocedió demasiado rápido y golpeó con fuerza el vehículo de Merci.
El hombre que conducía bajó furioso, sus pasos pesados y el ceño fruncido anunciaban violencia. Estaba a punto de abalanzarse sobre ella cuando algo me impulsó. Sin pensar, me interpuse, sujetándolo por el brazo y lo agité con firmeza por la solapa del traje. Él reaccionó, sus músculos tensos cediendo ante mi presión, y la furia se transformó en asombro.
Alrededor, la gente se detuvo. Los murmullos crecieron mientras los presentes tomaban distancia. Candy apareció entonces, sus ojos grandes y llenos de reproche, y me lanzó un grito que se filtró entre el viento:
—¿Te has vuelto loco? ¿Y si ese hombre te hubiera golpeado en el pecho?
El tiempo se comprimió en esa frase. Miré a Candy, molesta, y luego a Merci, quieta a mi lado. La tensión se disipó lentamente; el hombre volvió a su vehículo, la multitud se dispersó y el silencio volvió a ocupar el espacio entre nosotros.
Merci se inclinó ligeramente hacia mí, y con voz tenue, pero firme, me agradeció. Sacó una tarjeta de presentación y dijo:
—Si alguna vez necesita ayuda, contácteme.
Agradecí el gesto con un simple movimiento de cabeza, y nos separamos.
Mientras caminaba hacia mi auto, sentí las miradas de Candy clavadas en mi espalda, llenas de celos y confusión. Y detrás de mí, Merci se quedó unos pasos más, pensativa, repitiendo para sí misma lo que Candy había dicho: ¿Y si ese hombre lo hubiera golpeado en el pecho?
Días antes, el hospital me había mostrado el video del quirófano. Habían explicado con precisión científica lo que sucedía: corrientes de aire, reflejos de luz, fenómenos ópticos, todo medible y lógico. Habían colocado mi mente en la certeza de la razón. Y sin embargo, cuando la vi, toda lógica tembló.
Fui a la funeraria unos días después de la muerte de un compañero de trabajo. La ceremonia transcurría como siempre: flores, murmullos, condolencias mecánicas. Me situé al lado del ataúd, observando el rostro inerte del hombre que había compartido horas, risas y quejas conmigo, sin pensar en la frágil línea que separa la vida de la muerte.
Hablé con él como si siguiera respirando. No era ironía ni falta de respeto; era simplemente la manera en que me habían quedado los días posteriores a la operación. Comenté sobre un partido reciente, sobre un proyecto que ambos habíamos descuidado, sobre la broma que hizo el día anterior en la oficina. La conversación fluyó con naturalidad, como si él aún escuchara, y los demás presentes me miraban con desconcierto. Sus rostros reflejaban incredulidad, una mezcla de respeto y alarma por la indiferencia que percibían en mis palabras.
No sentí miedo, ni tristeza, ni urgencia de consolarme con rituales. La muerte ya no me parecía un final aterrador ni un túnel de luz por el que temer atravesar. Todo era tan natural, tan estoico, que hasta yo me sorprendí. ¿Por qué no pensaba igual que antes de la operación? ¿Por qué no temía?
Era la primera vez que entendí, sin necesidad de razonarlo, que algo dentro de mí había cambiado para siempre. La valentía no era un esfuerzo consciente; era el resultado silencioso de lo que llevaba en el pecho y de los fragmentos de existencia que ahora compartía sin nombre, sin explicación.
La reunión de negocios transcurría con la formalidad acostumbrada: risas medidas, conversaciones sobre cifras y proyecciones, copas que tintineaban bajo la luz cálida del restaurante. Yo estaba distraído en una negociación cuando ella apareció: Mary Taylor, la anfitriona que llevaba los platos a nuestra mesa.
No era la belleza lo que me alteró. No podía explicarlo. Fue como si el corazón me saltara del pecho y amenazara con salir por mi boca. Una sensación imposible, que me hizo retroceder un paso, tembloroso sin saber por qué. Nunca la había visto antes, y sin embargo todo mi cuerpo reaccionaba con una urgencia que no entendía.
Me excusé de la mesa, fingiendo ir al baño, pero en realidad la seguí. Al acercarme, ella me señaló el pasillo:
—Por allí están los baños —dijo, con una sonrisa extraña y una mezcla de duda y precaución.
—No, disculpe, quiero hablar con usted —dije.
Sus ojos se abrieron con alarma. Dio un paso atrás y quiso esquivarme. Sin pensarlo, la sujeté suavemente por los hombros.
—¡Suélteme! —gritó.
Yo, rojo de vergüenza, me solté de inmediato. Me di la vuelta y regresé a mi mesa, preocupado, intrigado y desconcertado.
Casi al final de la reunión, cuando los últimos platos eran retirados, ella volvió a acercarse. Nerviosa, dejó caer un papel doblado y se marchó rápidamente, sin mirar atrás. Algunos de mis compañeros se rieron en voz baja; yo apenas lo noté. El papel decía: “Llámeme a las 11:00 p.m., que termina mi turno.”
Seguí la instrucción esa noche. La conversación fue torpe, desordenada, llena de silencios y sonrisas incómodas. Le hablé de lo agitado que se volvió mi corazón cuando se acercó a mí. Ella admitió, con un hilo de voz, que algo extraño también le había sucedido.
—Es la primera vez que me pasa —dije, y luego pensé, dudando—. No… no, es la segunda.
Ambos reímos nerviosos. Guardamos nuestros números sin más explicaciones, sin entender del todo lo que nos había ocurrido.
Una tarde, mientras Candy revisaba la ropa antes de enviarla a la tintorería, encontró algo que me hizo palidecer: una servilleta doblada con un nombre y un número de teléfono. Mary Taylor.
—No puedo quedarme con dudas —dijo—. La invito a almorzar este sábado.
El sábado llegó y con él la sorpresa. Candy me avisó mientras yo estaba terminando unos pendientes en casa:
—Hay una invitada para almorzar.
Caminé hacia el comedor, y la vi: Mary Taylor. Por un instante no la reconocí; la recordaba apenas como un destello en el restaurante, con otra vestimenta, otro entorno. Pero cuando se presentó, algo hizo clic.
Mi corazón latía con fuerza imposible, como si quisiera salir por mi pecho. Intenté explicarle a Candy cada detalle del encuentro anterior, cada sensación extraña, cada impulso que no comprendía.
—No sé por qué pasó, no tengo explicación —le dije, incapaz de ocultar la ansiedad que me recorría.
Mary se limitó a asentir, con cautela, mientras escuchaba, y luego intervino con una sinceridad desconcertante:
—Señora, yo no sé qué pasa. Si no sintiera lo que sentí dentro de mí, creería que todo es un invento.
Candy me miró con la intensidad de quien intenta descifrar un enigma:
—¿Cada vez que ves a una mujer bonita el corazón se te va a salir? Eso también te pasó con aquella… Merci, ¿no recuerdo bien el nombre?
Sentí que la sangre se me congelaba en el pecho. Me levanté rápidamente y me disculpé, tratando de frenar los latidos que amenazaban con delatarme. Mary también se levantó, con un pensamiento que no se atrevió a pronunciar. Recordó algo sobre una Merci, pero se contuvo: sería una ridícula coincidencia.
Intenté recomponerme, ocultar la palpitación que me consumía, y respirar sin que Candy lo notara. Cada latido era un recordatorio de que algo dentro de mí estaba fuera de control, y no podía permitir que ella se enterara. Las palabras me costaban; mi voz temblaba. Y mientras el almuerzo continuaba, me debatía entre la honestidad y la necesidad de parecer normal, con la certeza de que nada volvería a sentirse igual.
Pasaron los días y el mundo parecía retomar su curso, aunque algo dentro de mí había cambiado para siempre. En otra parte de la ciudad, Mary y Merci Carter se encontraron frente a la tumba de Ellis. Era un lugar silencioso, cargado de recuerdos y de ausencias que pesaban más que cualquier piedra.
Mary habló primero, con voz temblorosa:
—Nunca te conté esto, y quizá parezca imposible, pero ocurrió hace unos días. Durante una cena, mientras servía a un hombre que nunca había visto, mi corazón se aceleró como nunca antes. Fue emoción y miedo a la vez; me quedé paralizada.
Merci abrió los ojos de par en par, incrédula y temblorosa:
—Espera… dime su nombre.
—Scott Manes —dijo Mary con claridad, dejando que las palabras flotaran entre los cipreses, dejando que el silencio las sostuviera.
Merci se abrazó las manos, lágrimas corriendo por sus mejillas. Recordó a su hermano Ellis, el accidente del tren, la hemorragia cerebral, la imposibilidad de sobrevivir. Y sin embargo, allí estaba Mary, contando un suceso que parecía imposible, que unía lo que la vida había separado: corazón, intuición y destino.
—Merci… ¿crees que sea posible? —preguntó Mary, su voz apenas un susurro.
Merci asintió lentamente, sin apartar la vista de la lápida:
—No lo sé. Pero siento que Ellis está tratando de decirnos algo.
Mientras tanto, yo intentaba recomponer mi rutina junto a Candy y mis hijos en la piscina del Club. El sol caía cálido sobre nosotros, el agua brillaba como diamantes líquidos, y por primera vez en mucho tiempo, sentía mi corazón tranquilo. Los niños reían, Candy leía bajo la sombrilla, y todo parecía perfecto.
James, mi hijo menor, subió al tobogán más alto del complejo. Lo vi trepar con determinación, pero al llegar a la cima, su cuerpo se paralizó. El miedo lo había atrapado. Desde abajo, le hice señas, le grité palabras de aliento, pero él no se movía. Finalmente, decidí subir.
Los escalones metálicos vibraban bajo mis pies. Cuando llegué a su lado, lo abracé:
—Tranquilo, campeón. Yo voy contigo.
Lo senté en mi regazo y juntos nos lanzamos por el tobogán. El viento nos golpeó el rostro, el agua salpicaba a nuestro alrededor, y James gritaba de alegría. Pero al llegar a la curva final, algo salió mal. Mi cuerpo se desequilibró, y en lugar de caer al agua, salí despedido hacia un costado.
Caí desde más de tres metros de altura, directamente sobre el piso engramado bajo el tobogán. El impacto fue brutal. Escuché gritos, pasos apresurados, voces que me llamaban desde muy lejos.
Lo que nadie supo, lo que solo las cámaras de seguridad del Club capturaron, fue esto: durante mi caída, una sombra brillante se acercó y desapareció dentro de mí, como si alguien o algo me devolviera la vida en un instante milagroso.
Dos días después, desperté en el hospital. Los médicos me explicaron lo que parecía imposible: había sobrevivido a una hemorragia masiva, una caída que habría sido mortal para cualquiera. Las costillas rotas, el pulmón colapsado, el traumatismo craneal… todo apuntaba a un desenlace trágico. Y sin embargo, allí estaba yo, respirando, pensando, sintiendo.
Candy lloraba a mi lado, apretando mi mano con fuerza. Mis hijos me miraban con ojos grandes, asustados pero aliviados. Y yo, en medio de todo, solo podía pensar en aquella sombra brillante que las cámaras habían capturado.
Los médicos no tenían explicación. Hablaban de suerte, de ángulos de caída favorables, de la resistencia del cuerpo humano. Pero yo sabía que era algo más. Lo sentía en cada latido, en cada respiración que tomaba con mi corazón prestado.
Una tarde, mientras Candy dormitaba en la silla junto a mi cama, recibí una visita inesperada. Merci Carter entró a la habitación, sus ojos enrojecidos pero decididos. Se acercó lentamente, como si temiera romper algo frágil.
—Señor Manes —dijo con voz suave—, creo que hay algo que debemos hablar.
Y en ese momento, mientras el monitor marcaba un ritmo constante y familiar, supe que todo estaba a punto de cambiar. Que las piezas del rompecabezas que había estado armando sin saberlo estaban finalmente a punto de encajar.
Pero esa es otra parte de la historia. Una historia de conexiones imposibles, de corazones que laten más allá de la muerte, de amores que trascienden el tiempo y el espacio. Una historia que apenas comenzaba a escribirse, con cada latido, con cada respiración, con cada momento robado al destino.
Porque al final, lo que importa no es cuánto tiempo vivimos, sino qué tan profundamente latimos mientras estamos aquí.
FIN
Deja un comentario