El radio tosió polvo cuando Daniel colocó las baterías. Era un Philips de baquelita marrón, con la rejilla del parlante oxidada en las esquinas. Mi hijo lo había bajado del ático esa tarde de domingo, envuelto en una sábana vieja que olía a naftalina y a los años setenta.
—Papá, mira lo que encontré. Pero no prende…
Giré la perilla y el aparato cobró vida con un chasquido eléctrico. Una estación de salsa invadió la sala. Daniel abrió los ojos, maravillado. Tenía seis años y nunca había escuchado un radio de verdad, solo el estéreo del carro o el televisor.
—¿Este era tuyo?
—Sí —dije, y algo se movió en mi pecho, algo que llevaba años quieto.
—¿Cuál era tu programa favorito?
Me senté en el sofá. Daniel se acomodó a mi lado, con el radio en sus piernas. La luz de la tarde entraba oblicua por la ventana, dorando el polvo que todavía flotaba en el aire.
—Se llamaba Poemas al Aire —dije—. Lo transmitían desde Caracas, todos los martes y jueves a las siete de la noche.
—¿Y de qué era?
—De poesía. De historias. De palabras hermosas.
Daniel arrugó la nariz.
—¿Solo palabras?
Sonreí.
—Solo palabras.
I
Llegué a Valera en febrero de 1960. Tenía veinte años y una maleta con tres camisas, dos pantalones y el libro de rezos de mi madre. Ella me había abrazado en el puerto de La Guaira, apretándome tanto que sentí sus costillas contra las mías, y me había susurrado en hebreo: At ha’Or shel jayai. Eres la luz de mi vida.
Valera era polvo y calor. Las calles sin asfaltar se pegaban a la piel como una segunda capa de sudor. Compartía una pensión con otros muchachos: Roy, que vendía telas en el mercado y hablaba con las manos; y su prima Esmeralda, que trabajaba en una panadería y tenía una risa que llenaba habitaciones enteras.
Esmeralda fue quien me llevó a casa de su tía Rosa un jueves por la tarde.
La casa olía a café recién colado y a madera húmeda. Tía Rosa era una mujer grande, de manos gruesas y ojos cansados, que nos recibió con pan de jamón caliente y limonada en vasos desparejos. La sala era pequeña: un sofá desvencijado, dos sillas, un aparador con santos de yeso y fotografías amarillentas. Y en la esquina, sobre una mesa cubierta con un mantel de croché, el radio.
—Siéntense, muchachos —dijo tía Rosa—. Ya va a empezar.
No entendí de qué hablaba hasta que escuché la música: un preludio de violines, suave, como agua corriendo sobre piedras. Luego, la voz.
“Buenas noches. Soy Cecilia Mendoza, y esto es Poemas al Aire.”
No sé cómo explicarle a Daniel lo que sentí. Era como si cada palabra hubiera sido escrita solo para mí. No era la voz en sí —aunque era hermosa, grave, con un dejo de melancolía—, sino lo que hacía con las palabras. Cada pausa, cada inflexión, cada silencio entre verso y verso, parecía tocar algo dentro de mi pecho que no sabía que existía.
Esmeralda y Roy charlaban en voz baja. Tía Rosa tejía. Yo estaba inmóvil, con las manos apretadas sobre las rodillas, sintiendo que si me movía, si respiraba demasiado fuerte, el hechizo se rompería.
Esa noche, Cecilia leyó a Andrés Eloy Blanco. No recuerdo el poema completo, solo un verso: “Y en el silencio, tu nombre”.
Caminé de regreso a la pensión sin hablar. Roy me preguntó algo, creo, pero no le respondí. En mi cuarto, con la única bombilla desnuda colgando del techo, saqué mi cuaderno y escribí:
At ha’Or shel jayai.
II
Durante seis meses, cada martes y cada jueves, fui a casa de tía Rosa. Nunca faltaba. Dejé de ir al cine con Roy, dejé de acompañar a Esmeralda a la plaza los domingos. Solo esperaba esos dos días, esas dos horas, cuando la voz de Cecilia llenaba la sala pequeña y me hacía sentir que yo importaba, que mi vida tenía un propósito.
Empecé a escribir cartas. Las primeras eran torpas, llenas de tachaduras. Las rompía antes de terminarlas. Luego me volví más cuidadoso: compraba papel bueno en la librería del centro, escribía con mi mejor letra, releía cada frase hasta que sonaba como yo quería que sonara.
Nunca las envié.
Hasta que una noche, después de escuchar un poema de Salinas sobre la voz amada, decidí que tenía que hacerlo. Que si no lo hacía, si no intentaba aunque fuera una vez tocar ese mundo que me parecía inalcanzable, me arrepentiría toda la vida.
Escribí la carta en una sola noche. Le hablé del programa, de lo que significaba para mí, de cómo cada palabra suya me daba fuerzas para seguir en este país nuevo donde todo me resultaba extraño. Y al final, escribí la frase en hebreo:
At ha’Or shel jayai.
La expliqué: “Mi madre me enseñó estas palabras. Significan ‘eres la luz de mi vida’. Se las digo en silencio cada vez que termina el programa, porque eso es lo que usted es para mí: luz.”
La envié un lunes. Durante semanas, cada programa esperaba escuchar mi nombre, mi carta, esas palabras en hebreo. Nunca las escuché.
—¿Y ella te respondió? —pregunta Daniel, acomodándose mejor contra mi brazo.
—No —digo—. Pero yo seguí escribiendo. Seguí escuchando. Porque no importaba si ella leía las cartas o no. Lo importante era que yo podía escribirlas. Que tenía algo por lo cual levantarme cada mañana.
III
En 1962, después de ahorrar durante meses, tomé el bus a Caracas.
El viaje duró once horas. Salí de madrugada, cuando Valera todavía era una sombra gris bajo el cielo sin estrellas. El bus olía a gasoil y a cuerpos apretados. Llevaba mi mejor camisa —la blanca, que Esmeralda me había planchado— y en el bolsillo, doblada en cuatro, la dirección del estudio de radio.
Llegué a media tarde. Caracas era ruido y humo, avenidas anchas llenas de carros, edificios altos que tapaban el sol. Me perdí dos veces antes de encontrar el edificio: una construcción de tres pisos con fachada de azulejos azules y un letrero que decía Radio Capital.
Me quedé en la acera de enfrente durante una hora. Fumé tres cigarrillos. Ensayé lo que iba a decir. Crucé la calle cuatro veces sin atreverme a entrar.
A las seis y media, la vi salir.
No estaba sola. Venían con ella dos hombres de traje y corbata, una mujer con lentes de sol, y un chofer que les abría la puerta de un Mercury negro brillante. Cecilia llevaba un vestido verde claro y el pelo recogido. Era más baja de lo que había imaginado.
Si no corría en ese momento, la perdería para siempre.
Crucé la calle sin mirar. Un carro tocó la corneta. Tropecé con el bordillo, recuperé el equilibrio, llegué hasta ellos justo cuando el chofer cerraba la puerta trasera.
—¡Señorita Mendoza!
Los dos hombres se voltearon. Uno de ellos, el más alto, me puso una mano en el pecho.
—Epale, tranquilo, ¿qué te pasa?
—Yo… yo necesito… —No me salían las palabras. El corazón me latía en la garganta—. Soy Emilio. Emilio Grinberg. De Valera. Yo le escribí…
Cecilia bajó el vidrio de la ventana. Me miró con una mezcla de curiosidad y cansancio, como quien ha visto esta escena demasiadas veces.
—¿Me escribiste? —Su voz era la misma del radio, pero sin la calidez. Profesional. Distante.
—Sí, muchas veces. Sobre el programa. Sobre los poemas. Le escribí en hebreo, At ha’Or shel jayai, que significa…
—Espera —dijo, y desapareció dentro del carro. Los hombres me miraban con una mezcla de lástima y fastidio. Uno de ellos me preguntó si quería un autógrafo, riéndose.
Cecilia volvió con una fotografía. Era en blanco y negro, una foto profesional donde ella sonreía con los labios cerrados. En la esquina inferior, con tinta azul, decía: “Con cariño, Cecilia Mendoza”.
Me la entregó por la ventana.
V
—Toma. No la vayas a vender.
El Mercury arrancó. Yo me quedé en medio de la calle, con la fotografía en las manos y el ruido de los carros alrededor. La miré durante un minuto completo. Luego la arrugué, despacio, hasta convertirla en una bola compacta. La dejé caer a mis pies.
Caminé hasta la estación de autobuses. No lloré. Solo sentía un vacío enorme y limpio, como si alguien hubiera vaciado un cuarto que había estado lleno durante años.
En el bus de regreso, mirando por la ventana la carretera oscura, entendí algo: el amor que había sentido, la ilusión que me había sostenido, no había sido para ella. Había sido para mí. Yo lo había construido, palabra por palabra, carta por carta, programa por programa. Y nadie podía quitármelo.
IV
De regreso en Valera, me encerré en mi cuarto durante tres días. Roy y Esmeralda tocaban la puerta, preocupados. No les abrí.
El cuarto día salí, me afeité, me puse ropa limpia. Me inscribí en un curso técnico de diseño gráfico. Estudié como nunca antes lo había hecho. Cada ejercicio, cada proyecto, lo hacía pensando: esto es para mí. Esto lo construyo yo.
Un año después me gradué. Conseguí trabajo en una imprenta. Luego en una agencia de publicidad. Seguí estudiando por las noches.
Fue en una reunión, dos años después del viaje a Caracas, donde Esmeralda me presentó a Shifa.
Era libanesa, recién llegada. Tenía los ojos oscuros y una forma de mirar que me hacía sentir visto de verdad, no idealizado, no imaginado. Solo visto.
Nos casamos seis meses después. Y tres años más tarde nació Daniel.
—¿Y nunca más escuchaste el programa? —pregunta Daniel.
—No —digo—. Ya no necesitaba escucharlo.
—¿Por qué?
Lo abrazo más fuerte.
—Porque encontré algo mejor. Encontré algo real.
Daniel se queda callado un momento, acariciando la baquelita del radio. Luego me mira, serio.
—Mamá me enseñó una palabra en árabe. Para cuando te quiero mucho.
—¿Cuál?
—Nur ’eini. Significa “luz de mis ojos”.
Siento que algo se cierra dentro de mí, algo que había quedado abierto durante años. Le beso la cabeza.
—At ha’Or shel jayai —le digo en voz baja—. Eres la luz de mi vida.
Daniel sonríe y se acurruca contra mi pecho. El radio sigue encendido, tocando una canción que no reconozco. Afuera, la tarde muere despacio, dorando las paredes de la sala.
Y por primera vez en muchos años, no duele nada.
F I N
