EL PANTEÓN DE LOS HURACANES
La niña que abrazaba los vientos
Por Arthur Rojas
CAPÍTULO 1: EL PRIMER ABRAZO
El domingo había comenzado como cualquier otro en la Península de Araya: con el sonido melancólico de las gaviotas y el rumor constante del mar contra las piedras. Pedro García Araya se levantó antes del amanecer, como siempre, pero no para guiar turistas por la Real Fortaleza de Santiago. Ya no venían turistas. Los fines de semana, cuando antes las familias caraqueñas llenaban la playa y los restaurantes, ahora solo quedaba el viento silbando entre las ruinas de la antigua salina.
“Al menos tenemos el mar”, se consolaba mientras preparaba el termo de café. Juana Inés ya había salido hacia las lagunas camaroneras. El trabajo escaseaba, pero los camarones seguían creciendo, y mientras hubiera camarones, habría esperanza.
Los tres niños García dormían aún: Miguel de catorce años, soñando con irse a Caracas como tantos otros jóvenes del pueblo; Carmen de diez, aferrada a su muñeca desgastada; y Arhia, la pequeña de seis años, acurrucada como siempre junto a la ventana que daba al mar.
Pedro la contempló un momento. Arhia era diferente a sus hermanos. No jugaba como los otros niños del pueblo. Prefería sentarse en la orilla y mirar el horizonte durante horas, como si esperara algo. O como si algo la esperara a ella.
“Vamos, familia García”, anunció Pedro cuando regresó Juana Inés con noticias de una buena cosecha de camarones. “Hoy vamos a la playa. Como en los viejos tiempos.”
Los niños saltaron de alegría. Hacía meses que no tenían un día completo de playa. Miguel empacó su caña de pescar artesanal, Carmen llenó su cubeta de caracolas, y Arhia… Arhia solo tomó su toalla azul y se dirigió a la puerta.
“¿No llevas juguetes, mi amor?” le preguntó Juana Inés.
“No los necesito, mami. El mar me va a enseñar algo hoy.”
Pedro y Juana Inés intercambiaron una mirada. Su hija pequeña siempre decía cosas así.
La Playa Maigualida se extendía dorada y casi vacía ante ellos. En otros tiempos, un domingo como ese habría estado repleta de familias, vendedores de raspao, música de cuatros y maracas. Ahora solo estaban ellos y don Evaristo, el viejo pescador, reparando sus redes bajo una enramada.
“¡Pedro! ¡Qué bueno verte por aquí!”, gritó el anciano. “Pensé que ya todos se habían rendido con esto de venir a la playa.”
“Nunca, don Evaristo. Esta playa es nuestra.”
Los niños corrieron hacia el agua. Miguel buscó el mejor lugar para pescar, Carmen comenzó su eterna búsqueda de caracolas perfectas, y Arhia… Arhia se sentó en la orilla, exactamente donde las olas más suaves besaban la arena.
“Esa niña tuya es especial”, murmuró don Evaristo, acercándose a Pedro. “Los peces se comportan raro cuando ella está cerca. Se acercan más a la orilla.”
Pedro iba a responder cuando notó algo extraño. El cielo, que había estado despejado toda la mañana, comenzaba a nublarse desde el noreste. Las nubes no eran las típicas de una tarde caribeña. Eran densas, oscuras, y se movían con una velocidad inquietante.
“Juana”, llamó a su esposa. “Mira eso.”
El viento cambió en cuestión de minutos. De la brisa suave y tibia que habían disfrutado, pasó a ráfagas fuertes que levantaban la arena. Don Evaristo dejó caer sus redes.
“Eso no estaba en el pronóstico”, murmuró, mirando hacia el mar. “Y viene muy rápido.”
Demasiado rápido.
“¡Niños! ¡Recojamos todo ya!”, gritó Pedro, pero su voz se perdió en el rugido creciente del viento.
Las nubes se arremolinaban ahora sobre sus cabezas, formando un patrón que Pedro había visto antes, en fotografías de huracanes. Pero eso era imposible. Los huracanes no llegaban tan rápido, no sin aviso.
“¡Miguel! ¡Carmen! ¡Vengan acá ahora mismo!”, gritó Juana Inés, mientras luchaba por mantener las cosas de playa que volaban en todas direcciones.
Los dos hermanos mayores corrieron hacia sus padres, pero cuando contaron, faltaba alguien.
“¿Dónde está Arhia?”
Pedro giró la cabeza hacia el mar y el corazón se le detuvo. Su hija pequeña no había corrido hacia ellos. En lugar de eso, estaba de pie en la orilla, mirando hacia el horizonte, completamente inmóvil mientras el viento azotaba su cabello negro.
“¡ARHIA!” gritó Juana Inés, pero la niña no se movió.
Y entonces, lo imposible sucedió.
Arhia levantó sus pequeños brazos hacia el cielo tormentoso. No estaba huyendo de la tormenta. La estaba esperando.
“¡Está loca! ¡Va a morir!”, gritó Miguel, pero cuando intentó correr hacia su hermana, una ráfaga de viento lo derribó.
Pedro se incorporó, luchando contra el vendaval, y vio algo que jamás olvidaría. El huracán – porque eso era lo que se acercaba, un huracán en toda regla – parecía… parecía responder a su hija.
Las nubes se arremolinaban directamente sobre Arhia, pero en lugar de arrastrarla, formaban una especie de embudo que la rodeaba sin tocarla. La niña permanecía en el centro, con los brazos extendidos, como si estuviera abrazando la tormenta.
“No puede ser”, murmuró don Evaristo, quien había logrado arrastrarse hasta donde estaba la familia García. “Esa niña…”
Durante lo que parecieron horas pero fueron apenas minutos, Arhia y el huracán se enfrentaron en un abrazo imposible. El viento rugía, las olas se levantaban como montañas, pero la pequeña silueta en la orilla permanecía firme.
Y entonces, tan súbitamente como había llegado, el huracán se detuvo.
El ojo de la tormenta se desplazó hacia el este, alejándose de la costa. Las nubes comenzaron a dispersarse, el viento se calmó, y el mar regresó a su estado de tranquilidad dominical.
Arhia bajó lentamente los brazos y se dio la vuelta hacia su familia. Tenía una sonrisa serena, como si acabara de terminar de jugar con una amiga.
“Ya se fue”, dijo simplemente. “Estaba muy triste, pero ya se siente mejor.”
Pedro, Juana Inés, Miguel, Carmen y don Evaristo la miraron en completo silencio. En la distancia, podían ver cómo el huracán se alejaba por el mar, perdiendo fuerza, disolviéndose en una tormenta tropical que pronto no sería más que una lluvia.
“Mami”, dijo Arhia, caminando hacia su familia como si nada hubiera pasado, “¿podemos almorzar ahora? Tengo hambre.”
Don Evaristo fue el primero en hablar, con voz temblorosa:
“Niña… ¿qué acabas de hacer?”
Arhia lo miró con sus grandes ojos negros, brillantes como las estrellas.
“Le di un abrazo”, respondió con la naturalidad de una niña de seis años. “Estaba muy sola y muy brava. Pero los abrazos siempre funcionan, ¿verdad, mami?”
Juana Inés no pudo responder. Se limitó a abrazar a su hija pequeña, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. No sabía si eran lágrimas de alivio, de miedo, o de algo que no tenía nombre.
Esa noche, después de que los niños se durmieran, Pedro y Juana Inés se quedaron despiertos en la cocina, tomando café en silencio.
“¿Qué vamos a hacer?”, susurró finalmente Juana Inés.
Pedro miró hacia la ventana, donde se veía el mar tranquilo bajo la luz de la luna.
“No lo sé”, admitió. “Pero algo me dice que nuestra vida acaba de cambiar para siempre.”
En la distancia, don Evaristo no podía dormir. Estaba sentado en su porche, mirando el mar, repitiendo una y otra vez las palabras que había escuchado de su abuelo cuando era niño:
“Cuando el mar encuentre a su guardiana, Araya nunca más conocerá la destrucción.”
Siempre había pensado que eran solo cuentos de viejos.
Pero ahora… ahora sabía que había sido testigo del nacimiento de una leyenda.
CAPÍTULO 2: SEÑALES EN EL VIENTO
Los meses que siguieron al “incidente de la playa” – como Pedro y Juana Inés habían decidido llamarlo – fueron extraños en formas que la familia García no sabía cómo explicar.
Arhia había regresado a su rutina normal: ayudaba a su madre en las lagunas camaroneras los fines de semana, jugaba con Carmen (aunque cada vez menos), y acompañaba a Pedro a la Fortaleza cuando llegaba algún turista ocasional. Pero algo había cambiado en ella. O tal vez, algo había despertado.
“Mira, Pedro”, le susurró Juana Inés una mañana mientras observaban a Arhia desde la ventana de la cocina. Su hija estaba sentada en el patio trasero, inmóvil, con los ojos cerrados y el rostro dirigido hacia el mar. “Lleva así veinte minutos.”
“¿Qué hace?” preguntó Pedro, acercándose.
“No lo sé. Pero fíjate en los pájaros.”
Pedro siguió la mirada de su esposa y se quedó sin aliento. Una decena de gaviotas, pelícanos y hasta dos flamencos se habían posado en círculo alrededor de Arhia, como si la estuvieran… escuchando.
“Esto no es normal, Juana.”
“Nada de lo que hace Arhia es normal. Y cada día es menos normal.”
Era cierto. En las lagunas camaroneras, Juana Inés había notado que los camarones se agrupaban cerca de donde Arhia se sentaba. Los pescadores del pueblo comenzaron a preguntarle en qué días la niña estaría en la playa, porque esos días la pesca era extraordinaria. Don Evaristo ya no disimulaba su fascinación.
“Esa muchachita tiene pacto con el mar”, le decía a quien quisiera escucharlo. “Los peces la conocen. Las corrientes la obedecen.”
Pero lo más inquietante para Pedro era lo que pasaba en la Fortaleza.
La Real Fortaleza de Santiago de Arroyo había sido construida en el siglo XVII para proteger las salinas de los piratas. Pedro había crecido entre sus muros, conocía cada piedra, cada leyenda, cada rincón donde los turistas querían tomarse fotos. Pero desde que Arhia había empezado a acompañarlo, cosas raras sucedían.
“Papá”, le había dicho Arhia una tarde, mientras caminaban por el patio de armas, “las piedras me hablan.”
Pedro se había detenido en seco. “¿Qué dices, mi amor?”
“Me cuentan historias. De cuando llegaron barcos muy grandes con velas blancas. Y de una señora que lloraba mucho porque se llevaron a su familia.”
Pedro sintió un escalofrío. Esa historia específica – sobre una mujer indígena que había perdido a su familia durante la conquista – no estaba en ningún libro de turismo. Era una leyenda local que solo los más viejos del pueblo conocían. Una historia que él jamás le había contado a Arhia.
“¿Quién te contó esa historia?”
“Nadie, papá. Las piedras la recuerdan.”
Esa noche, Pedro no pudo dormir. Buscó en los archivos que guardaba sobre la historia de la Fortaleza, papeles amarillentos que había heredado de su padre y su abuelo, también guías de la Fortaleza. En una carpeta olvidada, encontró un documento que le heló la sangre.
Era un relato del siglo XVIII, escrito por un cronista español, que hablaba de “la mujer del viento” – una indígena de la península que supuestamente podía calmar las tormentas que amenazaban los barcos españoles. El cronista la describía como “una hechicera que hablaba con los huracanes y los enviaba de vuelta al mar.”
El documento terminaba con una nota inquietante: “Dicen los nativos que el don se hereda por línea femenina, y que siempre habrá una guardiana de los vientos en estas tierras, hasta el fin de los tiempos.”
Pedro cerró el documento y miró hacia la habitación donde dormía su hija de seis años.
“¿Qué eres, Arhia?”, murmuró en la oscuridad.
Como si hubiera escuchado su pregunta a través de las paredes, la niña se despertó. Pedro la oyó levantarse y caminar hasta la ventana. Cuando se asomó, la vio de pie en el patio, mirando hacia el mar, con los brazos ligeramente extendidos.
El viento había cambiado de dirección.
CAPÍTULO 3: LA SEGUNDA TORMENTA
Arhia tenía siete años cuando llegó la segunda tormenta, y esta vez, ella la esperaba.
“Va a llover mañana”, anunció durante la cena, con la misma naturalidad con que hubiera pedido más arepa.
“El pronóstico dice que va a estar soleado toda la semana”, respondió Miguel, ahora de quince años y cada vez más escéptico de las “rarezas” de su hermana menor.
“El pronóstico se equivoca”, dijo Arhia, masticando pensativamente. “Ella viene del norte. Está muy cansada.”
“¿Ella?” preguntó Carmen.
“La tormenta. Se llama… se llama…” Arhia frunció el ceño, como si tratara de recordar un nombre que alguien le hubiera susurrado. “No me dice su nombre. Pero está muy triste.”
Pedro y Juana Inés intercambiaron una mirada. Habían decidido no hablar del “incidente de la playa” con nadie, pero en los meses que habían pasado, las señales se acumulaban. Arhia sabía cosas que no debería saber. Predecía cambios en el clima con días de anticipación. Los animales la seguían. Y ahora hablaba de las tormentas como si fueran personas.
Al día siguiente, contra todo pronóstico, el cielo amaneció nublado.
A las dos de la tarde, el viento comenzó a soplar fuerte desde el noreste. A las cuatro, las primeras gotas de lluvia salpicaron las ventanas. A las seis, una tormenta tropical en toda regla azotaba la Península de Araya.
Pero esta vez, había testigos.
Don Evaristo había corrido la voz entre los pescadores: “Mantengan los ojos abiertos. Si pasa lo que creo que va a pasar, vamos a ver algo que nuestros nietos no van a creer.”
Así que cuando Arhia salió de su casa, caminando tranquilamente hacia la playa mientras la lluvia arreciaba, no estaba sola. Una docena de hombres del pueblo la siguieron a distancia prudente, refugiándose detrás de las rocas y los restos de la vieja salina.
“¿Está loca?”, murmuró Tomás, el hermano menor de don Evaristo. “Va a morir ahogada.”
“Cállate y mira”, le respondió el viejo pescador. “Esto no lo vas a ver dos veces en la vida.”
Arhia se detuvo en el mismo lugar donde había estado un año antes: la orilla donde las olas más fuertes besaban la arena. La tormenta rugía sobre su cabeza, pero la niña no parecía asustada. Se veía… concentrada.
Lentamente, levantó los brazos hacia el cielo.
Y entonces sucedió de nuevo.
La tormenta respondió. Las nubes se arremolinaron directamente sobre Arhia, formando un embudo perfecto que la envolvía sin lastimarla. Los rayos caían a metros de distancia, pero ninguno la tocaba. El viento rugía a su alrededor, pero en el pequeño círculo donde ella estaba, había calma.
Los pescadores observaron, mudos de asombro, cómo la niña parecía “conversar” con la tormenta. Sus labios se movían, aunque no podían escuchar sus palabras por encima del rugido del viento. A veces asentía, como si respondiera a una pregunta. Otras veces extendía más los brazos, como si consolara a alguien.
Después de quince minutos que parecieron horas, Arhia bajó los brazos.
La tormenta se calmó inmediatamente. Las nubes se dispersaron, el viento se detuvo, y la lluvia se redujo a una llovizna suave que duró apenas unos minutos más.
Arhia se dio la vuelta y caminó de regreso hacia su casa, como si acabara de regresar de comprar pan.
Los pescadores salieron lentamente de sus escondites, sin poder articular palabra.
“Don Evaristo”, tartamudeó Tomás, “¿qué diablos acabamos de ver?”
El viejo pescador se quitó su sombrero empapado y se persignó.
“Lo que acabamos de ver, muchachos, es que Dios puso una santa en Araya. Y nosotros somos los únicos que lo sabemos.”
Esa noche, en todas las casas del pueblo se habló del mismo tema. Algunos decían que habían visto mal, que había sido una coincidencia. Otros juraban que era brujería. Pero la mayoría, especialmente los más viejos, comenzaron a recordar historias que sus abuelos les habían contado.
Historias sobre mujeres que podían hablar con el viento.
Historias que siempre habían creído que eran solo cuentos.
Don Evaristo se quedó despierto hasta muy tarde, sentado en su porche, mirando la casa de los García.
“Niña Arhia”, murmuró hacia la brisa nocturna, “no sé qué eres, pero ruego a Dios que este pueblo te merezca.”
En su habitación, Arhia durmió profundamente por primera vez en días. La tormenta le había dicho su secreto antes de marcharse: venían más. Muchas más. Y cada una sería más fuerte que la anterior.
CAPÍTULO 4: LA GUARDIANA DE ARAYA
Para cuando Arhia cumplió diez años, ya no era un secreto en la Península de Araya que algo extraordinario vivía entre ellos.
El pueblo había cambiado. Ya no se hablaba solo de la crisis económica, del cierre de la salina, o de los jóvenes que emigraban. Ahora se hablaba de “los días de tormenta” y de “la niña del viento.”
Habían sido diecisiete sistemas tropicales en cuatro años. Diecisiete. Algunos eran tormentas menores, otros huracanes poderosos, pero cada uno más desafiante que el anterior, y cada uno desviado o disipado por una niña que crecía pero nunca perdía esa extraña serenidad cuando se enfrentaba al cielo.
“Es como si las tormentas supieran que ella está aquí”, le comentó doña Esperanza, la dueña de la tienda, a Juana Inés mientras compraba víveres. “Mi compadre en Cumaná me dice que allá han tenido tres huracanes terribles este año. Pero aquí, nada. Solo lluvia suave después de que Arhia hace… lo que sea que hace.”
Juana Inés asintió con una sonrisa forzada. La fama de su hija era un arma de doble filo. Por un lado, el pueblo entero las respetaba, las protegía. Nadie se atrevía a hablar mal de la familia García. Por el otro, vivían bajo una presión constante. Cada nube en el horizonte significaba que todos los ojos se dirigirían a su hija de diez años.
“¿Y cómo está la niña?”, preguntó doña Esperanza con genuina preocupación. “Se ve más delgada cada vez.”
Era cierto. Cada encuentro con una tormenta dejaba a Arhia más exhausta. No físicamente – ella siempre regresaba caminando por su propio pie – sino de una manera más profunda. Como si cada huracán se llevara un pedacito de su niñez.
“Está bien”, mintió Juana Inés. “Es una niña fuerte.”
Pero esa tarde, cuando regresó a casa, encontró a Arhia sentada en la mesa de la cocina, dibujando algo en un papel.
“¿Qué dibujas, mi amor?”
Arhia levantó la vista. Tenía ojeras que no eran normales en una niña de diez años.
“Es un mapa, mami.”
Juana Inés se acercó y se quedó helada. El dibujo mostraba el Caribe con una precisión imposible para alguien de su edad. Había líneas curvas que se dirigían hacia diferentes islas, algunas tachadas con X rojas.
“¿Qué significan estas líneas?”
“Son los caminos de las tormentas”, explicó Arhia con naturalidad. “Las que tienen X ya vinieron aquí. Estas otras…” señaló varias líneas sin marcar, “van a venir pronto.”
“¿Cómo sabes eso?”
Arhia se encogió de hombros. “Me lo dicen en sueños. Hay una señora que me enseña.”
Juana Inés sintió que el suelo se movía bajo sus pies. “¿Qué señora?”
“No sé su nombre. Pero vive en las piedras de la Fortaleza. Dice que antes hacía lo mismo que yo. Y que cuando yo sea grande, le voy a enseñar a otra niña.”
Esa noche, Juana Inés le contó todo a Pedro. Él escuchó en silencio, pero su expresión se fue ensombreciendo.
“Tengo que mostrarte algo”, dijo finalmente.
Fueron al estudio donde Pedro guardaba los documentos históricos de la Fortaleza. Sacó una carpeta que Juana Inés nunca había visto.
“Llevo tres años investigando esto”, admitió. “Desde la primera tormenta.”
Le mostró documentos, cartas, crónicas. Todos hablaban de lo mismo: mujeres a lo largo de los siglos que podían controlar el clima en la Península de Araya. La última había sido documentada en 1847.
“Se llamaba Esperanza Araya”, leyó Pedro. “Murió cuando tenía veintidós años, justo después de desviar un huracán que iba a destruir todo el pueblo.”
“¿Cómo murió?”
Pedro vaciló antes de responder. “El documento dice que ‘se fue con el viento.’ Nunca encontraron su cuerpo.”
Juana Inés se aferró al brazo de su esposo. “Pedro, tengo miedo.”
“Yo también.”
A la mañana siguiente, Pedro decidió hablar con Arhia. La encontró, como siempre, sentada frente al mar.
“¿Puedo sentarme contigo?”
Arhia asintió. Tenía esa mirada ausente que había desarrollado últimamente, como si una parte de ella estuviera siempre en otro lugar.
“Arhia, ¿tú entiendes lo que te está pasando?”
La niña tardó en responder. “Sí y no”, dijo finalmente. “Entiendo que tengo que proteger a la gente. Pero no entiendo por qué yo.”
“¿La señora de tus sueños te lo explica?”
“Un poco. Dice que siempre ha habido una guardiana en Araya. Que las tormentas necesitan a alguien que las entienda, porque si no, se vuelven muy destructivas.”
Pedro sintió un nudo en la garganta. “¿Y qué más te dice?”
Arhia lo miró con sus grandes ojos negros. En ellos, Pedro vio una sabiduría que no correspondía a sus diez años.
“Me dice que debo estar preparada. Porque va a venir una tormenta muy grande. Más grande que todas las anteriores.”
“¿Cuándo?”
“Cuando yo tenga doce años.”
Pedro abrazó a su hija, tratando de no demostrar el terror que sentía. Dos años. Solo les quedaban dos años de una infancia que ya se había desvanecido en gran parte.
“Papá”, murmuró Arhia contra su pecho, “¿tú crees que soy normal?”
La pregunta le partió el corazón. “Tú eres perfecta, mi amor. Exactamente como eres.”
“Pero no soy como Carmen, o como Miguel, o como los otros niños.”
“No”, admitió Pedro. “No eres como ellos. Eres especial.”
“A veces no quiero ser especial”, susurró Arhia. “A veces solo quiero jugar con muñecas.”
Pedro la apretó más fuerte, mientras una lágrima rodaba por su mejilla. Su hija de diez años ya hablaba como una adulta que hubiera vivido demasiado.
Esa tarde, cuando una pequeña tormenta se acercó a la costa, todo el pueblo salió a observar el ritual que ya conocían de memoria. Arhia caminó hacia la playa, levantó los brazos, y la tormenta se desvaneció.
Pero esta vez, cuando regresó a casa, se desplomó.
“¡Arhia!” gritó Juana Inés, corriendo hacia ella.
La niña estaba consciente, pero temblaba. “Estoy bien, mami. Solo… solo estoy un poco cansada.”
Pero Pedro y Juana Inés sabían que no era cierto. Con cada tormenta, Arhia se debilitaba un poco más.
Y la gran tormenta aún no había llegado.
CAPÍTULO 5: EL PESO DE LA LEYENDA
A los once años, Arhia García ya no era solo la “niña del viento” de Araya. Su fama había comenzado a extenderse por todo el oriente de Venezuela.
Todo comenzó cuando un periodista de Cumaná, Alberto Mendoza, llegó al pueblo siguiendo rumores sobre “una niña que controlaba el clima.” Su intención era escribir un artículo sobre supersticiones pueblerinas, pero se quedó justo el día que una tormenta tropical categoría 1 se dirigía directamente hacia la península.
“No se preocupe, doctor”, le había dicho don Evaristo cuando el periodista sugirió evacuar. “Aquí está la niña.”
Alberto pensó que estaban locos. Hasta que vio a Arhia caminar hacia la playa, extender los brazos, y desviar una tormenta que había estado en los radares meteorológicos durante tres días.
Su artículo, publicado una semana después con el título “El Milagro de Araya”, cambió todo.
“Fue un error”, se lamentaba Pedro, leyendo por enésima vez el periódico. “Debimos prohibirle que escribiera sobre Arhia.”
“Ya es muy tarde”, respondió Juana Inés, mirando por la ventana. Había tres carros desconocidos estacionados frente a su casa. “Mira.”
Los visitantes habían comenzado a llegar. Primero fueron curiosos de pueblos cercanos. Luego, familias enteras de Caracas que venían a “conocer a la niña milagro.” Después llegaron los religiosos: algunos la declaraban santa, otros la acusaban de brujería.
Pero lo que más perturbaba a Pedro era otro tipo de visitante: los científicos.
“Señor García”, le había dicho la doctora Marina Vásquez, meteoróloga del CENAT que había llegado esa mañana, “necesitamos estudiar a su hija. Lo que ella hace desafía todas las leyes de la física.”
“Mi hija no es un experimento”, había respondido Pedro firmemente.
“No la vemos como un experimento. Pero entienda, si realmente puede influir en los patrones climáticos, esto podría revolucionar nuestra comprensión de la meteorología.”
Pedro había cerrado la puerta sin responder. Pero sabía que no sería la última vez que alguien vendría a “estudiar” a Arhia.
La presión sobre la familia era insoportable. Carmen, ahora de catorce años, había comenzado a pelearse en el colegio con niños que se burlaban de su “hermana bruja.” Miguel, de dieciocho, había decidido irse a Caracas para estudiar, pero Pedro sospechaba que también huía de la situación.
Y Arhia… Arhia se volvía más silenciosa cada día.
“No me gusta que vengan tantas personas”, le confesó a su padre una noche. “Me miran como si fuera un animal en el zoológico.”
“Lo sé, mi amor. Pero la gente está curiosa porque eres muy especial.”
“No quiero ser especial si eso significa que no puedo tener amigos normales.”
Era cierto. Los niños del pueblo ya no jugaban con Arhia. No por malicia, sino por una mezcla de respeto reverencial y miedo. Para ellos, Arhia había dejado de ser una niña para convertirse en algo más parecido a una figura religiosa.
La situación empeoró cuando comenzaron a llegar enfermos.
“Niña Arhia”, le suplicó una señora de Carúpano que había viajado con su hijo discapacitado, “toque a mi muchacho. Si usted puede controlar el viento, tal vez pueda sanarlo.”
Arhia había mirado al niño con compasión, pero había negado con la cabeza. “No funciona así, señora. Yo solo puedo hablar con las tormentas.”
La mujer se había ido llorando, pero regresó al día siguiente. Y al siguiente. Pronto había una pequeña multitud de personas con enfermedades terminales, problemas familiares, o simplemente mala suerte, esperando que Arhia los “bendijera.”
“Esto es demencial”, murmuró Juana Inés, viendo la fila de gente desde su ventana. “Arhia es una niña de once años, no es Jesucristo.”
Pedro estaba considerando seriamente mudarse a otro pueblo cuando llegó la noticia que había estado temiendo.
Don Evaristo tocó a su puerta una tarde con expresión sombría. “Pedro, necesito hablar contigo.”
Se sentaron en el porche trasero, donde no podían verlos los visitantes.
“¿Qué pasa, don Evaristo?”
El viejo pescador señaló hacia el mar. “Hay algo grande viniendo. Mis huesos me lo dicen. Y los radios de los barcos grandes hablan de un huracán que está creciendo en el Atlántico.”
Pedro sintió que el estómago se le encogía. “¿Qué tan grande?”
“Categoría 4, tal vez 5. Y viene directo hacia nosotros.”
Esa noche, Pedro prendió la radio y escuchó las noticias meteorológicas. El huracán se llamaba Elena, había devastado varias islas del Caribe, y los modelos computarizados lo ubicaban tocando tierra en Venezuela en aproximadamente una semana.
Justo cuando Arhia cumpliría doce años.
“Es la tormenta”, murmuró Arhia cuando Pedro le contó. No parecía sorprendida. “La señora de mis sueños me dijo que vendría ahora.”
“¿Y qué más te dijo?”
Arhia lo miró con una tristeza que partía el alma. “Me dijo que después de esta tormenta, todo va a cambiar.”
Pedro abrazó a su hija, mientras afuera, el viento comenzaba a susurrar secretos que solo ella podía entender.
CAPÍTULO 6: EL REGRESO DE LA GUARDIANA
Era una tarde de septiembre más calurosa de lo normal cuando Carmen García vio la primera vela en el horizonte.
“¡Mamá! ¡Papá! ¡Vengan rápido!”
Había pasado un mes y medio desde la desaparición de Arhia. Un mes y medio de búsquedas infructuosas, de noches sin dormir, de preguntas sin respuesta. El pueblo entero había participado en la búsqueda: buceadores habían explorado cada rincón del fondo marino, excursionistas habían peinado cada cueva y cada risco de la península. Nada.
Juana Inés había envejecido diez años en seis semanas. Pedro había dejado de guiar turistas por la Fortaleza. El altar improvisado en las rocas donde Arhia solía enfrentar las tormentas se había convertido en un sitio de peregrinación permanente, con velas encendidas día y noche.
Pero ahora, en esa tarde sofocante, Carmen veía algo que hizo que su corazón saltara.
“¡Es el peñero de don Justo!”
Pedro corrió hacia la ventana, con Juana Inés pisándole los talones. Efectivamente, la embarcación del pescador más anciano del pueblo se acercaba a la costa. Y en la proa, una pequeña figura con cabello negro ondeando al viento.
“¡ARHIA!” gritó Juana Inés, corriendo hacia la playa.
La noticia se extendió por el pueblo como pólvora. En minutos, medio Araya se había congregado en la orilla. El alcalde Rodríguez llegó sudando en su camisa blanca oficial. El padre Mendoza, el sacerdote de la iglesia, prácticamente corrió desde la parroquia. Los maestros de la escuela abandonaron sus clases vespertinas. Niños, pescadores, comerciantes, hasta doña Esperanza cerró su tienda para presenciar el regreso.
Cuando el peñero tocó la arena, Arhia saltó al agua sin esperar ayuda. Pero no era la misma niña que había desaparecido seis semanas atrás. Seguía teniendo doce años, pero algo en su postura, en su mirada, había cambiado. Caminaba con la seguridad de alguien que había encontrado respuestas.
“¡ARHIA! ¡MI NIÑA!”
Juana Inés fue la primera en llegar, seguida inmediatamente por Pedro y Carmen. Los cuatro se fundieron en un abrazo que arrancó lágrimas a medio pueblo. Incluso don Justo, ayudando a asegurar su peñero, se secó los ojos con el dorso de la mano.
“¡Arhia! ¡Arhia ha regresado!” gritaba la gente.
“¡Nuestra guardiana está de vuelta!”
“¡Gracias a Dios!”
El alcalde se acercó con paso oficial, pero con lágrimas en los ojos. “Arhia, hija mía, todo el pueblo te ha extrañado. Eres nuestra hija ilustre, nuestro orgullo.”
El padre Mendoza la bendijo inmediatamente. “Gracias a la Virgen que estás bien, criatura. Hemos rezado por ti todas las noches.”
Los maestros la rodearon, preguntándole si estaba bien, si había comido, si necesitaba algo. Los niños del pueblo la miraban con una mezcla de alegría y reverencia aún mayor que antes.
Pero Arhia, aunque sonreía y abrazaba a todos, parecía estar procesando algo muy profundo. Sus ojos tenían una profundidad nueva, como si hubiera visto secretos que la habían transformado.
Horas después, cuando la algarabía se calmó y solo quedaron las familias más cercanas y don Justo en la casa de los García, Arhia finalmente habló.
“Sé que estaban preocupados”, comenzó, sentada en la mesa de la cocina donde tantas veces había dibujado sus mapas de tormentas. “Y siento mucho haberme ido sin avisar. Pero tenía que hacerlo.”
“¿Por qué, mi amor?” preguntó Juana Inés, sin soltarle la mano.
“Para protegerlos. Y para entender quién soy realmente.”
Don Justo, que había permanecido silencioso desde que llegaron, finalmente habló con su voz quebrada por la edad: “Cuéntales, niña. Cuéntales lo que aprendiste.”
Arhia respiró profundo. “Me fui con don Justo a Cubagua. Allí vive su sobrina, Ventó Araya.”
Pedro se enderezó al escuchar el apellido. “¿Araya? ¿Es familia nuestra?”
“Sí, papá. Es pariente lejana tuya. De cuando se fundó la península.”
Don Justo asintió. “Ventó es la guardiana de Cubagua, igual que Arhia es la guardiana de Araya. Yo sabía de ella desde que era muchacho, pero nunca había hablado porque… bueno, porque hay cosas que uno no habla hasta que es necesario.”
“¿Guardiana de Cubagua?” murmuró Pedro.
Arhia continuó: “Ventó me explicó todo. Nuestro don viene de muy atrás, de antes de que llegaran los españoles. Las mujeres de nuestra familia han sido las protectoras de estas aguas durante siglos. Cada isla, cada península, tiene su guardiana.”
Carmen, que había estado escuchando en silencio, preguntó: “¿Pero por qué solo las mujeres?”
“Porque las tormentas son como nosotras”, respondió Arhia con una sabiduría que no correspondía a sus doce años. “Pueden ser gentiles o furiosas, pero siempre entienden el dolor. Y nosotras sabemos cómo consolarlas.”
Juana Inés sintió un escalofrío. “¿Qué más te dijo Ventó?”
“Me enseñó a controlar mi poder sin que me agote tanto. Me mostró cómo hablar con las tormentas antes de que lleguen, para que no vengan tan furiosas. Y me contó sobre las otras.”
“¿Las otras?”
“Hay guardianas en Margarita, en Los Roques, en Bonaire. Somos como una red que protege todo el Caribe oriental. Cuando una de nosotras no puede manejar una tormenta muy grande, las otras la ayudan.”
Pedro sintió que el mundo se reordenaba en su cabeza. “Por eso el huracán Elena se desvió cuando tú no estabas. Las otras guardianas lo dirigieron hacia otro lado.”
Arhia asintió. “Ventó me dijo que era hora de que aprendiera la verdad. Que ya no podía seguir siendo solo una niña que no entendía su don. Ahora sé quién soy, de dónde viene mi poder, y cuál es mi responsabilidad.”
Don Justo se levantó lentamente. “Y ahora que ya lo sabe, puede manejar lo que viene.”
“¿Qué viene?” preguntó Carmen con temor.
Arhia miró hacia la ventana, hacia el mar que siempre había sido su hogar y su destino.
“Viene otra tormenta grande. Más grande que Elena. Pero esta vez, no estaré sola.”
Esa noche, mientras la familia se reunía para su primera cena completa en seis semanas, Arhia agregó algo más:
“Y hay algo más que Ventó me dijo. Algo importante.”
“¿Qué cosa?”
“Que muy pronto, el mundo entero va a saber de nosotras. Y cuando eso pase, todo va a cambiar otra vez.”
Pedro y Juana Inés se miraron. Su hija había regresado, pero ya no era la niña que se había ido. Era algo más: una guardiana consciente de su poder y de su destino.
Y por primera vez desde que todo había comenzado, no sabían si eso era bueno o aterrador.
CAPÍTULO 7: LA GUARDIANA ADULTA
Arhia García Araya tenía veintiséis años cuando se dio cuenta de que llevaba dos décadas siendo la mujer más solitaria de la Península de Araya.
No era una soledad física – el pueblo la respetaba, la saludaba con cariño, siempre estaba dispuesto a ayudarla – pero era una soledad del alma. Una distancia invisible pero real que se había formado alrededor de ella desde que era niña y que, con los años, se había vuelto tan natural como respirar.
Caminaba por Playa Maigualida en una tarde tranquila de octubre, observando cómo algunas familias disfrutaban del oleaje suave que hacía de esta playa la favorita para los niños. Los padres la saludaban con respeto, los niños la miraban con curiosidad mezclada con reverencia, pero nadie se acercaba realmente. Nadie le pedía acompañarla en su caminata, nadie la invitaba a almorzar, nadie le hablaba de cosas triviales como el clima o los chismes del pueblo.
Era, había llegado a entender, el precio de ser quien era.
“Buenos días, Arhia”, le dijo doña Carmen, la esposa del alcalde, mientras recogía caracolas con su nieta.
“Buenos días, doña Carmen. ¿Cómo está la pequeña Sofía?”
“Muy bien, gracias a Dios. Y gracias a ti, que nos mantienes protegidos.”
Siempre era lo mismo. Gratitud, respeto, distancia.
Arhia siguió caminando hacia su lugar favorito: las rocas donde años atrás había enfrentado su primera tormenta. El altar improvisado que el pueblo había construido allí ya no existía. Después de algunos años, la gente había entendido que Arhia no era una santa ni una curandera. Era simplemente quien era: la guardiana de Araya.
Los periodistas se habían ido. Las multitudes de curiosos habían dejado de llegar. Los científicos habían publicado sus estudios – todos concluyendo que el fenómeno de la Península de Araya era “meteorológicamente inexplicable pero estadísticamente verificable” – y habían seguido con otras investigaciones.
La vida había regresado a una normalidad extraña pero cómoda.
Arhia se sentó en su roca favorita y cerró los ojos, sintiendo la brisa marina acariciar su rostro. A los veintiséis años, se había convertido en una mujer hermosa, con el cabello negro que le llegaba hasta la cintura y los mismos ojos profundos que habían contemplado huracanes desde que era una niña. Pero su belleza, como su poder, parecía crear una barrera invisible a su alrededor.
Había tenido pretendientes, por supuesto. Jóvenes del pueblo que la habían cortejado con una mezcla de admiración genuina y fascinación por lo que ella representaba. Pero ninguno había logrado traspasar esa distancia reverencial. Ninguno la había visto simplemente como Arhia, la mujer, en lugar de Arhia, la guardiana.
“¿No te sientes sola?” le había preguntado Carmen, su hermana, durante una de sus visitas desde Caracas donde trabajaba como maestra.
“A veces”, había admitido Arhia. “Pero también entiendo por qué tiene que ser así.”
“No tiene que ser así”, había insistido Carmen. “Podrías irte. Vivir una vida normal en otra parte.”
Arhia había sonreído con esa sabiduría melancólica que había desarrollado con los años. “¿Y dejar a quién protegiéndolos?”
“Las tormentas se detuvieron solas durante los años que fuiste niña, antes de que tu poder se desarrollara completamente.”
“No se detuvieron solas. Había otras guardianas ayudando. Pero yo soy la guardiana de Araya. Esta es mi responsabilidad.”
Carmen había suspirado, reconociendo esa determinación que conocía desde que eran niñas. “¿Y cuándo termina? ¿Cuándo puedes descansar?”
Arhia había mirado hacia el mar, como siempre hacía cuando necesitaba respuestas. “Ventó me dijo algo una vez, cuando fui a Cubagua. Me dijo que sabría cuándo mi tiempo había terminado.”
“¿Cómo?”
“Cuando aparezca la próxima guardiana.”
Ahora, sentada en las rocas de Playa Maigualida, Arhia recordaba esa conversación. Durante los últimos meses, había tenido sueños extraños. No sobre tormentas – esos sueños los conocía bien – sino sobre una niña. Una niña de ojos brillantes que caminaba por la playa, extendiendo los brazos hacia el cielo.
En sus sueños, la niña no era ella misma de pequeña. Era alguien más. Alguien nuevo.
“¿Ya es tiempo?” murmuró hacia el viento, que respondió con una brisa más fuerte que hizo ondear su cabello.
Arhia abrió los ojos y miró hacia el pueblo. Durante más de dos décadas, había sido su protectora silenciosa. Había desviado ciento treinta y siete tormentas, desde pequeñas perturbaciones tropicales hasta huracanes categoría 4. Había salvado vidas, propiedades, sueños. Había sido exactamente lo que necesitaba ser.
Pero en el fondo de su corazón, siempre había sabido que su misión tendría un final. Que un día, su responsabilidad pasaría a otras manos más jóvenes, y ella podría… ¿qué? ¿Vivir una vida normal? ¿Formar una familia? ¿Simplemente descansar?
Un movimiento en la playa llamó su atención. Una familia nueva había llegado al pueblo esa semana – los Salinas, que habían comprado la vieja casa de don Evaristo después de que el anciano pescador falleciera el año anterior. Tenían una hija pequeña, tal vez de cuatro o cinco años, que ahora jugaba en la orilla mientras sus padres organizaban un picnic.
Arhia la observó distraídamente, hasta que algo hizo que se incorporara.
La niña había dejado de jugar. Estaba de pie en la orilla, completamente inmóvil, mirando hacia el horizonte con una intensidad que no era normal en una criatura de su edad.
El viento cambió de dirección.
Los pájaros volaron en círculos sobre la niña.
Y por primera vez en años, Arhia sintió algo que no había experimentado desde que tenía seis años: la sensación de no estar sola con su destino.
“¿Será posible?” susurró.
Como si hubiera escuchado su pregunta, la niña se dio la vuelta y miró directamente hacia las rocas donde estaba Arhia. Sus ojos se encontraron a través de la distancia, y la pequeña levantó lentamente una mano, como un saludo.
O como una despedida.
Arhia sintió que algo se rompía suavemente en su pecho. No era dolor, sino alivio. El alivio de saber que su vigilia de más de veinte años estaba llegando a su fin.
“Hola, pequeña guardiana”, murmuró hacia el viento. “Te estaba esperando.”
CAPÍTULO 8: EL DESPERTAR DEL CORAZÓN
Arhia despertó esa mañana de abril con una sensación extraña en el pecho. No era inquietud – había aprendido a distinguir esa sensación que precedía a las tormentas – sino algo diferente. Una especie de expectativa, como si el universo estuviera a punto de revelarle un secreto que había estado esperando toda su vida.
“¿Te sientes bien, mi amor?” le preguntó Juana Inés durante el desayuno, notando la expresión distante de su hija.
“Sí, mamá. Solo siento que hoy va a ser un día especial.”
Juana Inés, ahora de sesenta y dos años pero aún fuerte como una roca, sonrió. “Todos los días son especiales contigo, Arhia. Pero si tú lo dices, debe ser algo muy especial.”
Decidieron ir juntas al mercado del pueblo. Era una tradición que habían mantenido durante años: los sábados por la mañana, madre e hija caminando entre los puestos de pescado fresco, verduras y frutas, saludando a los conocidos de toda la vida.
Fue en el puesto de doña Mercedes, mientras Juana Inés escogía tomates, que Arhia escuchó la conversación que cambiaría todo.
“…nunca había visto nada igual”, decía doña Rosa, la partera más experimentada del pueblo. “Llevaba más de una hora esa tormenta de rayos, cayendo por todas partes. La pobre Marianela gritando de dolor, y yo pensando que no iba a poder llegar al centro de salud con ese tiempo.”
“¿Y qué pasó?” preguntó doña Mercedes, fascinada.
“¡Que justo cuando nació la bebé, se acabó la tormenta! De un momento a otro. Como si alguien hubiera apagado un interruptor.”
Arhia se acercó disimuladamente, sintiendo que su corazón se aceleraba.
“¿Cuándo nació?” preguntó, tratando de sonar casual.
“Anoche, mijita”, respondió doña Rosa. “Como a las once y media. Una niña preciosa, la más hermosa que he visto nacer. Y con unos ojos… ay, Arhia, tiene unos ojos que parecen ver más allá de lo que deberían ver.”
“¿Cómo se llaman los padres?”
“Marianela Araya y José Luis Mendoza. Viven en la casita azul cerca de la laguna.”
Araya. El apellido resonó en el pecho de Arhia como una campana.
“Mamá”, le susurró a Juana Inés, “necesito ir a conocer a esa bebé.”
Juana Inés la miró a los ojos y asintió inmediatamente. Después de tantos años, conocía esa expresión en el rostro de su hija.
La casita azul estaba efectivamente cerca de la laguna camaronera donde Juana Inés había trabajado tantos años. Cuando Arhia tocó la puerta, Marianela Araya – una joven de apenas veinte años con ojeras de una noche sin dormir pero radiante de felicidad – abrió con la bebé en brazos.
“¡Arhia García!” exclamó, con los ojos como platos. “¡Qué honor que venga a conocer a mi hija!”
“El honor es mío”, respondió Arhia suavemente. “¿Puedo verla?”
Marianela extendió a la bebé con orgullo. Era efectivamente hermosa, con una mata de cabello negro y la piel dorada típica de la región. Pero fueron sus ojos los que le cortaron la respiración a Arhia.
Eran exactamente como los suyos habían sido de niña: negros, profundos, y con esa extraña cualidad de parecer ver más allá del momento presente.
La bebé la miró directamente, sin parpadear, y Arhia sintió la misma conexión que había experimentado décadas atrás con su primera tormenta.
“¿Cómo se va a llamar?” preguntó, aunque ya sabía que el nombre sería especial.
“Esperanza”, respondió José Luis Mendoza, apareciendo desde la cocina. “Como la bisabuela de Marianela.”
Esperanza Araya. El nombre de la última guardiana documentada en los archivos de Pedro.
“José Luis”, dijo Arhia lentamente, “¿cuál es tu apellido completo?”
“Mendoza García”, respondió el joven padre. “¿Por qué?”
Arhia sintió que el mundo se reorganizaba perfectamente a su alrededor. “Mi padre es Pedro García Araya. Creo que somos familia.”
Los siguientes minutos fueron una revelación genealógica que confirmó lo que Arhia ya sabía en su corazón: José Luis era primo segundo de Pedro, descendiente de la misma línea familiar que había protegido la península durante siglos.
“Qué perfección la del Padre Creador”, murmuró Arhia, acariciando suavemente la mejilla de la bebé Esperanza.
La niña sonrió – algo imposible para alguien de menos de un día de nacida – y Arhia supo con certeza absoluta que su tiempo como guardiana solitaria había terminado.
CAPÍTULO 9: EL AMOR INESPERADO
Seis meses después del nacimiento de Esperanza, un grupo de investigadores del CENAT llegó a la península para realizar estudios de seguimiento sobre “el fenómeno meteorológico de Araya.”
Arhia había accedido a colaborar, principalmente porque sabía que su historia estaba llegando a una nueva fase y quería que quedara documentada científicamente.
Pero no esperaba a Darío Ortegas.
Era un meteorólogo de treinta y dos años, especializado en sistemas tropicales, que había seguido el caso de Araya durante años desde Caracas. Llegó a la península con la típica actitud escéptica de un científico, dispuesto a encontrar explicaciones racionales para lo que consideraba “folklore climatológico.”
Esa actitud duró exactamente cinco minutos después de conocer a Arhia.
“Señorita García”, le dijo al presentarse en la puerta de su casa, “soy Darío Ortegas, del CENAT. Vengo a entrevistarla sobre sus… experiencias con los fenómenos meteorológicos.”
Arhia lo invitó a pasar, y mientras preparaba café en la cocina, sintió algo que no había experimentado en sus veintiséis años: una atracción inmediata e inexplicable hacia un hombre.
No era solo que Darío fuera atractivo – alto, con ojos verdes inteligentes y una sonrisa que transformaba completamente su rostro serio – sino que había algo en su manera de mirarla que era diferente. No la veía como una curiosidad científica ni como una figura mítica. La veía como a una mujer.
“¿Puedo preguntarle algo personal?” le dijo Darío después de una hora de entrevista formal.
“Por supuesto.”
“¿No se siente sola viviendo con esta… responsabilidad?”
La pregunta la tomó por sorpresa. “A veces. Pero es mi vida. Es quien soy.”
“¿Y si pudiera ser alguien más?”
Arhia lo miró directamente a los ojos. “¿Qué quiere decir?”
“Quiero decir que tal vez hay más aspectos de Arhia García que no conoce. Aspectos que no tienen nada que ver con huracanes.”
Juana Inés, que había estado escuchando discretamente desde la cocina, sonrió para sus adentros. Después de tantos años esperando que su hija encontrara el amor, finalmente había llegado alguien capaz de ver más allá del mito.
Durante las tres semanas que Darío permaneció en la península, él y Arhia se vieron todos los días. Al principio bajo el pretexto de la investigación, pero pronto simplemente porque disfrutaban de la compañía mutua.
Darío quedó asombrado de descubrir que no había un rincón de la península que Arhia no conociera, ni una persona que no la respetara y quisiera genuinamente.
“Eres como… la reina de los huracanes”, le dijo en broma una tarde mientras caminaban por Playa Maigualida.
Arhia se rió – una risa espontánea y alegre que Darío se prometió escuchar todos los días por el resto de su vida.
“¿Sabes qué es lo más increíble de todo esto?” le dijo Darío la noche antes de su partida, mientras se sentaban en las rocas donde todo había comenzado para Arhia.
“¿Qué?”
“Que vine aquí a estudiar un fenómeno meteorológico y terminé enamorándome de la mujer más extraordinaria que he conocido.”
Arhia sintió que su corazón se detenía y luego comenzaba a latir con una fuerza nueva.
“Darío, hay cosas de mi vida que tú no entiendes completamente…”
“Entiendo lo suficiente”, la interrumpió suavemente. “Entiendo que eres la persona más valiente, más generosa y más hermosa que he conocido. Entiendo que tienes una responsabilidad que respeto completamente. Y entiendo que quiero pasar el resto de mi vida conociendo todos los aspectos de quien eres.”
Cuando se besaron por primera vez, con el sonido del mar de fondo y las estrellas como testigos, Arhia sintió que finalmente se completaba una parte de ella que ni siquiera sabía que estaba vacía.
Al día siguiente, cuando Darío se marchó, llevaba su número de teléfono y una promesa: regresaría cada quince días.
EPÍLOGO: LA NUEVA GUARDIANA
Dos años después, Arhia García de Ortegas – porque se había casado con Darío en una ceremonia sencilla en la iglesia del pueblo – caminaba por Playa Maigualida llevando de la mano a Esperanza Araya, ahora una niña de dos años y medio con la misma mirada profunda que había caracterizado a Arhia de pequeña.
“Tía Arhia”, preguntó la pequeña con su vocecita clara, “¿cuándo van a venir las nubes grandes?”
Arhia sonrió. Durante los últimos meses, había estado enseñándole a Esperanza todo lo que Ventó le había enseñado a ella: a sentir los cambios en el viento, a entender el lenguaje del mar, a no temer a las tormentas sino a comprenderlas.
“Pronto, mi amor. Pero no te preocupes. Yo voy a estar contigo.”
“¿Y después?”
“Después tú vas a estar con la próxima niña que venga.”
Esperanza asintió con la seriedad de alguien que ya entendía su destino, aunque fuera tan pequeña.
Darío se acercó cargando una nevera para el picnic familiar. Había logrado que lo transfirieran a la oficina regional del CENAT en Cumaná, desde donde podía seguir con sus investigaciones y estar cerca de su esposa.
“¿De qué hablan mis dos mujeres favoritas?”
“De nubes”, respondió Esperanza solemnemente.
“Ah, por supuesto. ¿Y qué dicen las nubes hoy?”
Esperanza miró hacia el horizonte con esa concentración que ya era familiar para todos los que la conocían.
“Dicen que están contentas porque tía Arhia ya no está sola.”
Darío abrazó a su esposa por la cintura. “Las nubes son muy sabias.”
Arhia se recostó contra el pecho del hombre que había llegado a cambiar su vida justo cuando ella pensaba que su historia estaba terminada. En realidad, se daba cuenta ahora, su historia apenas estaba comenzando.
Era la primera guardiana de Araya que no tendría que vivir su misión en soledad. Tenía a Darío, tenía a Esperanza como sucesora, y por primera vez en décadas, tenía la posibilidad de ser simplemente feliz.
Mientras observaba a la pequeña Esperanza jugar en la orilla, extendiendo sus bracitos hacia las olas que respondían acercándose más de lo normal, Arhia supo que la península estaría protegida por muchas generaciones más.
Y que ella, finalmente, podría tener la vida normal con la que había soñado en secreto durante tantos años.
El Panteón de Huracanes tenía una nueva guardiana.
Y la anterior guardiana, por fin, tenía derecho a ser feliz.
FIN tiempo como la única protectora de Araya estaba llegando a su fin.
Y por primera vez en décadas, se sintió completamente en paz.
F I N